Éste va de toros, mejor dicho, de toreros. Son un ejemplo
perfecto de abollados, personas especiales con un punto de locura o algo
parecido. Me gustan los toros, lo que ocurre alrededor, ese mundo único y quién
sabe si en vías de extinción. El drama, el triunfo, la magia, el contacto con
la belleza en un círculo dorado. Hay que estar atento para captar el momento,
ese pase a cámara lenta, esa pincelada irrepetible en el albero, un momento de
conexión y plenitud que a veces ocurre y otras, la mayoría, no. Son artistas,
sin duda, y más que el valor demostrado admiro su capacidad estética. En fin.
Se me ocurrió viendo un
documental en C+ sobre Manuel Caballero, nombre que al final tomó el
protagonista del relato. La mística, el miedo, la poesía, la hondura, la
tristeza que me transmitieron aquellas imágenes hicieron ponerme en situación e
imaginar la faena perfecta. Puede que sea el relato más lineal, el más claro,
el que más puede merecer tal nombre pues creo que mis textos no se encuadran
fácilmente en los cánones clásicos de tal disciplina. Al final, la muerte,
inevitable, casi cósmica, la fusión del hombre y el animal. Hubo un tiempo en
el que yo mataba mucho, el desenlace más evidente. Ahora ya solo lo hago si no
queda más remedio, solo por necesidad.
Intenté hablar de esas gentes que
viven persiguiendo un sueño, un chispazo. Los toreros no son de carne y hueso,
se mueven en otra dimensión, son retazos de un pasado en blanco y negro, de un
arte inventado para el cine y la fotografía. Seres maduros con apenas veinte
años, con la templanza que da el mirar a la muerte reflejada en unos ojos
llenos de agua, pestañas y moscas. El mito griego llegó hasta el siglo XX y
nosotros somos testigos de ello.
Gente abollada y corneada. Lo demás
es Literatura.
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